Desde la promulgación de la Constitución Española de 1978, 17 personas —14 hombres y 3 mujeres— han desempeñado la responsabilidad de ser fiscal general del Estado. Ninguno de ellos se ha salvado de ser objeto de importantes censuras durante su mandato. De hecho, en el mundo jurídico circula la broma (o no tanto) de que las responsabilidades públicas más difíciles en España, en el sentido de ser objeto de furibundas críticas, incluidas las más arbitrarias e irracionales, son tres: presidente del Gobierno, entrenador de la selección nacional de fútbol y fiscal general del Estado.

Hagamos, sin embargo, un ejercicio de memoria: ¿alguien recuerda hoy los ríos de tinta que levantaron la marcha de fiscales generales como Eligio Hernández, en 1994; Eduardo Torres-Dulce, en 2014; o, incluso en fecha mucho más reciente, Dolores Delgado, en 2022?

¿Dónde nace ese lastre que arrastra cada fiscal general desde el día siguiente a su toma de posesión? Sin ninguna duda, del artículo 124.4 de la Constitución, que recoge: “El fiscal general del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial”. La vinculación, en cuanto al nombramiento, del fiscal general con el Gobierno se convierte en la justificación de toda crítica a las decisiones acertadas o desacertadas que haya tomado cualquier fiscal general. Casi 46 años después de promulgado nuestro texto constitucional, ya podemos decir que hay una insatisfacción generalizada en el ámbito social, en el ámbito político y también en el jurídico en lo relativo a la forma de nombramiento del fiscal general. Los partidos políticos, que son los únicos legitimados para resolverlo, deberían gastar sus energías, más que en socavar la institución del ministerio fiscal como burda excusa para conseguir sus objetivos políticos, en esforzarse en encontrar fórmulas que permitan un mayor consenso para abordar una necesaria reforma constitucional en esta materia.

Hay otra reflexión que ahora cobra particular importancia. A pesar del pimpampún al que han sido sometidos todos los fiscales generales del Estado desde 1979, eso no ha afectado a la institución del ministerio fiscal; esta se ha modernizado, vigorizado y aumentado su prestigio público como muy pocas instituciones democráticas en España. El año 2007 figura como una fecha refundacional para los fiscales. La institución, a partir de ese momento, dio un paso importante hacia una mayor autonomía e independencia del Poder Ejecutivo al impedir a este tomar la decisión de cese unilateral del fiscal general por motivos políticos, autorizando únicamente causas objetivas de revocación del cargo. Al mismo tiempo, se acogió decididamente el principio de especialización como la mejor alternativa para pelear con una delincuencia cada vez más sofisticada y transnacional. El resultado ha sido espectacular.

El ministerio fiscal ocupa hoy por derecho propio una posición de liderazgo y de merecido prestigio en muchas materias (violencia sobre la mujer, discapacidad, trata de personas y extranjería, seguridad vial, criminalidad informática, entre otras muchas). Esta nueva posición no nos la han regalado, nos la hemos ganado con nuestro trabajo y estando unidos en la defensa de nuestra autonomía.

Desde hace un tiempo, sin embargo, se vislumbran nubes muy negras en el ecosistema judicial. Seamos claros a las/los fiscales no nos preocupa que en un asunto concreto el tribunal no asuma nuestro criterio, ni tampoco nos alarma el hecho de que en un asunto con trascendencia mediática el dictamen del fiscal sea criticado por los medios de comunicación. Cuestión distinta es, sin embargo, que como forma de presionar y castigar a un fiscal por su actuación en un caso concreto, se haga escarnio de su apariencia física, se dude públicamente de su solvencia profesional aunque venga acreditada con una trayectoria incuestionable, o, incluso, se insinúe sin ambages y sin contar con base alguna que ese fiscal sirve a oscuros intereses políticos.

En los últimos tiempos, tres fiscales, grandes profesionales, han vivido estas experiencias que, aquí viene lo verdaderamente importante, no solo son injustas y desagradables para ellos, sino que van dirigidas a torpedear el funcionamiento de una institución fundamental para la justicia en España. Los fiscales tenemos que estar unidos para defender la autonomía que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir y cuyas cotas queremos ampliar; solo estando unidos seremos realmente fuertes. Por último, la sociedad debe saber que las y los fiscales no servimos intereses políticos, que nuestros únicos principios son el de legalidad e imparcialidad; que la institución está dotada de un sistema de pesos y contrapesos que funciona y es eficaz; que tenemos mecanismos legales que nos permiten denunciar presiones si las hubiera y que por ende esa confianza que han depositado en nosotras/os y que percibimos no va a ser defraudada. Que el ruido y la furia no les confunda. Estamos por y para la sociedad.

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