Es cierto que la política, en el mundo real, trata de cómo acceder al poder y mantenerlo, de cómo controlar las instituciones y cómo legitimar retóricamente los mandatos. Pero algunos seguimos creyendo que todo ello debe tener un fin moral, la búsqueda del bien común, la compleja construcción de un interés general que nunca está predefinido, sino que es fruto de la interacción, la escucha mutua y la deliberación de todas las personas e intereses afectados. Por otra parte, la política tampoco puede basarse en la ciega adhesión a unos valores sacrosantos y en su defensa “aunque perezca el mundo”. Como muy bien resaltó Max Weber, la ética de la política exige responsabilidad; y esta responsabilidad demanda equilibrio, prudencia y, como decía Bernard Crick, la conciliación de intereses divergentes dentro de una determinada unidad de gobierno, otorgándoles una cuota de poder proporcional a su importancia para el bienestar y la supervivencia de toda la comunidad. En esta visión republicana, la política no tiene una esencia, es el mundo que emerge a través de nuestras interacciones respetuosas con los demás (Hannah Arendt). Frente a ello, la visión agonística de la política sigue las máximas de Carl Schmitt, la esencia de la política está en la distinción de amigo y enemigo y, si se elimina esa distinción y el conflicto inherente, la política desaparece, en suma, la política no tiene que someterse a moral alguna. La política queda como el ámbito de la lucha por el poder, guiado por prescripciones egoístas, frente a la ética, el ámbito de los principios puros guiados por imperativos morales, que no afecta a los políticos.

Poco a poco, nuestro país ha penetrado por este camino de una política de confrontación intensa, donde la teatralización de la bronca va eliminando el camino de la cooperación legislativa y parlamentaria (Xavier Coller) y dando la imagen de que la política es la esfera de lo sucio, de la mentira, de la manipulación permanente. Curiosamente, cuando más se desprende la política de su esencia ética —respeto, diálogo, tolerancia—, más se usa la moral para atacar al contrario. Cualquier dato es bueno para hacerlo ver como corrupto e indeseable. Todo esto se entiende mejor si se introduce en la explicación la variable de la comunicación política y el papel de las redes sociales. Sobre todo, a partir de la década de los sesenta, los medios transformaron su relación con la política, abriendo nuevas vías de investigación y potenciación del escándalo. En las sociedades democráticas modernas, el ejercicio del poder político depende en gran medida del poder simbólico (prestigio, reputación y confianza). Las filtraciones y los escándalos sexuales, financieros y de poder son potenciales desprestigiadores de la reputación y la confianza. De ahí que los escándalos tengan tanta importancia en el mundo de la política. Erving Goffman diferenciaba entre la front office (las actividades donde un político está expuesto al ojo público) y la back office de la acción social. Los políticos han cuidado mucho siempre la front office, donde eran tradicionalmente visibles. En la back office podían relajarse pues estaba oculta. Pero la revolución tecnológica y, sobre todo, la digital hace que haya constantes filtraciones de la región trasera a la front office. El problema para los políticos ya no es solo un problema financiero, sino un comentario en el coche o una sonrisa inapropiada. Estas nuevas formas de visibilidad y su expansión inmensa a través de las redes sociales marcan un espacio de fragilidad nuevo para la política (J. Thompson). En consecuencia, los políticos pueden machacarse continuamente, porque siempre van a tener munición para hacerlo, siempre habrá frutas de temporada que arrojarse a la cara. Todo ello hace que al final ganen los profesionales del combate, aquellos que nunca han incorporado requisitos morales a la acción política. Si todos son lo mismo, mejor que gobiernen los auténticos, los que no engañan y, además, nos dan respuestas sencillas para un mundo de incertidumbre y continuo cambio. En un mundo de maldad y miedo, nos protegen mejor los guerreros sin piedad que custodian nuestras fronteras.

La detección y sanción de casos de corrupción y fraude que afectan a los políticos, en una democracia que funcione, se resuelven mediante las instituciones generadas para prevenir y luchar contra la corrupción y el fraude. Cuando la democracia tiene debilidades, la detección es fruto de las denuncias políticas interesadas, la investigación está repleta de filtraciones sesgadas y las sanciones llegan tarde y hasta pueden negociarse parlamentariamente los perdones. En España, las instituciones para la prevención y combate a la corrupción son aún débiles y la selección y formación interna de los políticos que ocuparán cargos públicos, por parte de los partidos, es manifiestamente mejorable. En consecuencia, cada vez que haya la oportunidad de abusar del poder para beneficio privado, habrá múltiples políticos y “buscadores de rentas” que tratarán de enriquecerse. En este país sigue siendo un alto riesgo denunciar la corrupción, los lobbies con menos escrúpulos son los que tienden a dominar el mercado, los empresarios corruptos siguen contratando con las administraciones públicas, la información privilegiada a amigos, familiares y colegas es la tónica cuando hay dinero de por medio, las conexiones son la forma más sencilla de recibir servicios públicos de calidad, los enchufes políticos siguen siendo clave para obtener puestos en la Administración y el corporativismo paraliza reformas que generarían eficiencia pública. Frente a ello, la generación de un plan nacional de integridad, consensuado por los grandes partidos, sería un gran avance. Un plan que, a través de instrumentos, procesos y órganos adecuados, asegure la independencia de la Fiscalía; renueve el Consejo General del Poder Judicial con un sistema de sorteo entre candidatos acreditados suficientemente; profundice en la democracia interna de los partidos y sus controles éticos; modernice la Administración y garantice su imparcialidad y competencia; refuerce la igualdad política en la toma de decisiones públicas, de forma que se tengan en cuenta los intereses de todas las personas afectadas y se controle la actividad de los grupos de interés; simplifique el caos regulatorio existente y desarrolle políticas de better regulation, con mejores evaluaciones pre y post de las normas; asegure un control eficaz de los conflictos de interés y las puertas giratorias en el sector público; avance en la transparencia de los poderes públicos y en la implantación de las normas que la regulan; promueva y controle los sistemas de compliance en las empresas; reforme los reglamentos parlamentarios… En suma, que hay mucho que hacer y muchas experiencias nacionales e internacionales donde inspirarse, pero nuestros dirigentes dan la imagen de que prefieren insultarse en lugar de sentarse en una mesa y ponerse a trabajar en una serie de reformas urgentes y necesarias.

Si usted, al leer esto, considera que este texto es un ejercicio inadmisible de crítica aséptica, y que no apoya adecuadamente a los suyos o critica suficientemente a los contrarios, puede que ya haya sido capturado por la lógica agonística que el modelo populista de política tiene como fundamento. Un modelo que arrastra al desprecio a las instituciones y a creer que en la lucha sin cuartel contra el enemigo están las soluciones. El resultado será el deterioro ineludible de nuestras democracias. Cuando el tejido del diálogo va desapareciendo, al final solo queda el espacio despiadado de lo autoritario.

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