La damnatio memoriae de Pablo Casado en el PP ha sido tan minuciosa que, de presentarse en la sede de Génova, sería mejor recibido Vladímir Ilich Ulianov, alias Lenin. Cualquiera puede pensar que, tras mantener el silencio y la elegancia, el antiguo presidente se estaría ganando una amnistía entre los suyos, pero quiá: a los actos no se le invita, y —de haber algún encuentro fortuito— se le evita. Es, por tanto, una ironía significativa que no poca de su labor le haya sobrevivido sin queja. La Operación Renove de candidaturas iba a dejarle éxitos a título póstumo en presidencias autonómicas de Aragón hasta Cantabria. E incluso iba a acertar por omisión: la segadora de Génova no llegó a tiempo con un Alejandro Fernández que ahora se va a ver reivindicado. El legado mayor del casadismo, sin embargo, fue la doble candidatura de Ayuso y Almeida: hoy son más famosos que el río Ebro, pero en el tiempo de su nombramiento fueron un empeño personal y —sic transit— una apuesta de lealtad. El alcalde solo empezó a ser conocido por el insulto viral que le dedicaron, y de la presidenta solo se conocía que había llevado el Twitter de un perrito. Ambas candidaturas, se creía, iban a ser un batacazo.

Como el propio Casado, Almeida y Ayuso provienen, aguas arriba, del mismo lugar: esa mutación madrileña del aznarismo llamada aguirrismo. Casado era el discípulo amado, Almeida compartía milieu social, pero solo Ayuso ha llevado el modelo Aguirre a una perfección que la propia Aguirre ha bendecido. Es una edición corregida y aumentada, donde parecidos y diferencias tienen su interés. Aguirre revivió ese majismo que, del XVIII en adelante, unió a las clases altas y a las clases populares de Madrid: por eso tenía la misma soltura con el swing en Puerta de Hierro que con las fotos de campaña en fruterías. Ayuso no necesitó ningún majismo: con más duralex que porcelanas, pertenece a esa mesocracia esforzada que, en Madrid, tanto iba a comulgar con el “liberalismo de tendera” importado de la Thatcher. Aguirre eligió mal a sus consejeros —varios terminaron en la cárcel— y está por ver si Ayuso no ha elegido mal sus compañías. Por lo demás, no han necesitado ser presidentas del PP de Madrid para parecer sus propietarias. Las dos han tenido mucho éxito local: quizá más cercano al de las estrellas del pop que al de los líderes políticos. Tanto éxito y tan local que se supone que su sabor se desvirtúa más allá de Somosierra.

Tanto Aguirre como Ayuso se han reclamado liberales sin dejar de seducir al votante más confesional. Ambas están donde Aznar con Israel. Ambas han tenido el aval moral de la conciencia crítica —es decir, en no pocas ocasiones, la mosca cojonera— del partido: Cayetana Álvarez de Toledo. Ambas han tenido sus mayores censuras en la sanidad. Y ambas fueron blanco de la risa —de Saramago a IDA— de una izquierda que las miró con suficiencia y subestimó su capacidad para contraatacar. Esos ataques de la izquierda no solo las blindaron, sino que han afirmado la percepción de que el problema de la izquierda en Madrid estaba en Aguirre o Ayuso y no en sí misma. Por el camino se desdibujó aquella legitimidad histórica que, del “no pasarán” hasta Tierno, la izquierda reclamaba para sí en Madrid.

Aguirre tenía —siquiera fuera por los kilómetros de metro— más obra de gobierno, y Ayuso ha logrado encender más a la izquierda: que esto cuente como mérito es un signo de los tiempos, como lo es que Aguirre pasara desapercibida con su libro Discursos para la libertad y Ayuso triunfara entre los suyos discurseando sobre “comunismo o libertad”. Como fuere, Ayuso ha tenido inteligencias que Aguirre no ha tenido. Quizá por partir de posiciones menos altaneras, Ayuso y Almeida no se han profesado el odio concienzudo entre administraciones que se profesaron Aguirre y Gallardón. Y mientras que Aguirre no le ganó ni una batalla a Génova —pensemos en Caja Madrid—, Ayuso lleva un presidente fuera de combate. Tanto Aguirre como Ayuso han tenido al frente del PP a gallegos fluidos en las formas y berroqueños en su sujeción al poder. Y mientras Aguirre fintó y amagó y —por fin— perdió ante Rajoy, Ayuso guarda sus cartas o, mejor aún, juega la carta de la lealtad ante Feijóo. Es otra inteligencia: los ciclos de una y otro no coinciden. Aunque no solo Ayuso está siendo inteligente.

Feijóo —como lo fue Rajoy— es un hombre sin prisas. Lo demostró en las primarias de 2019, cuando dejó correr turno. Y lo ha demostrado desde que se hizo con el partido en 2022. Sin prisas para convocar convenciones ideológicas. Sin prisas para nombrar a su Estado Mayor. Y alguna efectividad tranquila está teniendo: el primus inter pares de los barones no tiene ni los equipos ni los presupuestos de los presidentes autonómicos, pero tiene el cortafuegos de una ejecutiva abultadísima. Y busca mantener los equilibrios de los reyes de antaño ante los nobles revoltosos. Con Ayuso polariza, con Bonilla templa. En Cataluña ha mostrado encaje y pragmatismo y en Galicia mostró —con riesgo decisivo— autoridad y audacia. Por supuesto, habrá quien se escandalice de la baronización casi federal del PP —¡esto con Cascos no pasaba!— pero ocurre que el hoy presidente ayer fue archibarón. Por lo demás, ni Cayetana le critica y, de cuando en cuando, le manda a Casado algún wasap. Vidas paralelas: de nuevo un gallego correoso va a frenar a una madrileña rozagante.

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