La semana pasada murió Silvia Tortosa. Me quedé sobrecogida. Me sucedió algo parecido cuando fallecieron Amparo Muñoz y Ágata Lys. Estas dos últimas actrices habían sido recuperadas en Familia por Fernando León de Aranoa, y ambas habían trabajado con directores como Carlos Saura. Sin embargo, para darles a estas mujeres el lugar que se merecen quizá no sea necesario vincularlas a grandes hombres que las legitimen. Y, quizá, esto último sea una ingenuidad porque todo el mundo necesita una mirada que le otorgue significado en la constelación cultural.

Recientemente se han rodado tres documentales que reinterpretan el papel de estas artistas en nuestra historia: La mujer que dijo no, de María José Camacho, sobre Amparo Muñoz; Mujeres sin censura, de Eva Vizcarra; y Marisol, llámame Pepa, de Blanca Torres. En los tres se aborda la combinación de extrema vulnerabilidad y coraje de estas mujeres; se habla de un periodo en el que era necesario ventilar el país de represiones y el desnudo femenino se usó como pretexto para una liberación que cosificó y rompió a muchas actrices inteligentes y hermosas. Crecimos con estas contradicciones. Aprendimos mucho, pero podíamos haber aprendido mucho más.

Mi conmoción por estas pérdidas tiene una raíz biográfica y ejemplifica cómo la cultura nos conforma. Cuando yo era pequeña, jugábamos a elegir entre Blanca Estrada o Susana Estrada; nos retratábamos: si elegías a la primera optabas por el modelo angelical y si elegías a la segunda, optabas por el modelo demoniaco y transgresor. Susana Estrada evidenció el poder político del desnudo descontextualizado ―Tierno Galván y la teta― fuera de la oscuridad de una sala X y fue precursora del canto de Rigoberta Bandini, aún necesario en la época de los pezones ocultos por estrellitas en Instagram. Cuando yo era niña, aún no sabía que Rociodurcal, Monicarrandal y Silviatortosa se separaban en nombre y apellido, y no eran solo morfología orgánica, cópula de consonantes líquidas y vibrantes. Yo cantaba “Aipollou, aipollou” ―así me sonaban los “I love you” de las canciones en inglés―, Amparo Muñoz era la mujer más bella del mundo y Silvia Tortosa irradiaba una elegancia y una dulzura quintaesenciados en un ideal contrapuesto al de Ágata Lys o Nadiuska, mujeres pantera, que representaban ese placer sexual femenino tan peligroso para los hombres.

Aún recuerdo cómo me tapaba los ojos en el cine de verano para no ver el tráiler de Las garras de Lorelei: Silvia Tortosa interpreta a una profesora buena, bella y civilizada que es antagonista de Helga Liné, reptiliana sirena del Rin. Crecimos aún inmersas en esta contraposición entre la mujer fatal, monstruo, fiera, harpía, vampira, la que succionará los meollos de los mejores con su vagina dentada, y esa otra mujer comprensiva, razonable, ahormada al imperativo de complacer, el ángel del hogar. Yo casi siempre prefería ser sirena del Rin, pero me encantaba Silvia Tortosa. En la Novela, que adaptaba clásicos de la literatura que ponían después de comer, y en los Estudio 1. En Pánico en el Transiberiano, El huerto del francés, La hoz y el Martínez y Presentimientos, esta de Santi Tabernero. Como presentadora de Aplauso. Como actriz de teatro en obras de Valle, Alberti o Wilde. Como directora de un filme, cupletista, memorialista e hispanizada Martha Stewart en su canal de internet. Una mujer que no paró de trabajar nunca. Estuvo a punto de participar en una tertulia en torno a la adaptación teatral de Daniela Astor y la caja negra. La actriz Laura Santos intentó convencerla y ella mostró interés, pero debía de sentirse débil. Me habría encantado conocerla. Me habría salido ese lado fetichista que tenemos las iconoclastas.

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