El primer verso de 1936, un poema de Luis Cernuda en el que habla de un antiguo soldado de la Brigada Lincoln que luchó contra los militares que se rebelaron en España contra la Segunda República, dice: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, y después: “Cuando asqueados de la bajeza humana, / Cuando iracundos de la dureza humana: / Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola. / Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”.

Recuérdalo tú, País Vasco, y habla de cuantos combatieron la intolerancia y la violencia fanática de quienes quisieron imponer a todos los demás su idea de nación con las pistolas y las bombas. Es cierto que también puede resultar necesaria (y buena) una cierta dosis de olvido, para no vivir encharcados en el resentimiento y en el rencor, y poder salir así de ese círculo amargo y endemoniado de los reproches y los ajustes de cuentas, y mirar hacia adelante y atender los asuntos de cada día. Pero lo que no puede ser es borrar los rastros y ocultar la verdad y no nombrar las cosas por su nombre. Y eso es lo que hizo el otro día Pello Otxandiano, el candidato de EH Bildu a lehendakari, cuando el presentador de un programa de la Cadena SER, Aimar Bretos, le preguntó si ETA era un grupo terrorista. Se fue entonces por las ramas para evitar decir lo que es una evidencia como si: como si alguien lo estuviera observando desde alguna parte y él tuviera que bajar la cabeza. La bajó.

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Hace unos días, Luis R. Aizpeolea recogía en este periódico un dato significativo, aunque aparentemente menor, que le facilitó María Silvestre, directora del Deustobarómetro: “El 44% de los vascos limita su libertad de expresión para evitar situaciones incómodas”. Es casi la mitad de la población la que, todavía ahora, evita manifestar con normalidad lo que piensa y siente y opina y barrunta e, incluso, desbarata. Como si. Como si alguien estuviera ahí, ¿para que no se digan ciertas cosas y no se crucen determinados umbrales? ETA dejó de matar hace 12 años, y seguramente el deseo de convivir en paz sigue empujando a la gente a caminar de puntillas.

Recuérdalo, País Vasco, y recuérdalo a otros. Por ejemplo, que en 1968 María Teresa Castells e Ignacio Latierro fundaron la librería Lagun en San Sebastián. José Ramón Recalde, al que un miembro de ETA le disparó un tiro en la mandíbula en el año 2000 y que fue el marido de Castells, escribió en sus memorias que la librería se convirtió durante el franquismo en “el lugar de encuentro, en la trastienda —al modo de las reboticas decimonónicas—, del pensamiento libre donostiarra”. “Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola”, escribió Cernuda; hoy debería decir “esta librería”. A Lagun le hizo la vida imposible la dictadura franquista. Cuando llegó la democracia, fue la izquierda abertzale la que con una metódica diligencia rompía sus cristales, quemaba sus libros, pintaba sus paredes, llegó a lanzar una rudimentaria bomba incendiaria en su interior.

Las agresiones se denunciaban, pero no pasaba nunca nada, “a pesar de que una de las veces, en que habían manchado con pintura libros y suelo”, cuenta Recalde en su Fe de vida (Tusquets), “la descuidada pisada de uno de los agresores hizo que dejara la huella de pintura en el camino que iba desde la librería hasta la herriko taberna (taberna de Herri Batasuna) próxima, en la primera calle situada atrás”. Si a los jóvenes vascos se les oculta su pasado reciente, como si fuera bueno protegerlos de la verdad, perderán capacidad crítica. Mala idea.

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