Veo la tele y me quedo muerta. Ya no estamos en la misma situación que hace unos años cuando mi amiga Elvira me decía: “Marta, tienes una visión muy negra de las cosas, deja de ver Telecinco”. Todo es susceptible de empeorar y asisto con suspicacia a la extensión del chapapote televisivo desde las cadenas privadas hacia las cadenas públicas, e incluso añoro ciertos momentos de esas cadenas privadas que han sustituido la lucha libre de Sálvame y los docudramas sobre violencia vicaria, por ultraconservadoras tertulias del corazón o telerrealidades erótico-isleñas en las que se afirman cosas que tiembla el basto. No me sumo al lamento de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero entiendo que para que el progreso lo sea no deberíamos legitimar usos y costumbres, aparentemente liberados, que son pura naftalina cisheteronormativa. Yo, que soy cisheteronormativa, monógama y golondrina de alero, me escandalizo con la visión romántica de jóvenes influencers cavernarios en lo erótico y afectivo. En lo económico. En lo político. Esto suena a chiste, pero es crítica cultural.

Mi comentario televisivo se centra en cómo vamos incorporando un vocabulario de gabinete psicológico amateur que induce a una introspección minimalista y teledirigida. Se nos propone pensar en verde y reducir nuestra forma de vivir al cumplimiento de eslóganes; nos dicen que llevamos “una mochila” y que no hay que “victimizarse”. Con asumir la mochila y no victimizarnos lo tenemos todo resuelto. Nos convertimos en una reunión de gente encantadora, que no le amarga a nadie la vida, que no molesta y que, con su resiliencia emocional, aguanta los embates de un sistema que se ceba en nuestras partes blandas. La resiliencia ―la resistencia, la maleabilidad emocional― se usa para todo y así está como está la salud mental.

La queja se condena si proviene de lugares ―género, clase, raza…― en los que el daño está normalizado. Al dolor se suma la vergüenza por decir ay. La patronal se queja ininterrumpidamente, pero eso no es queja: es análisis. En su magnífico documental El año del descubrimiento (2020), Luis López Carrasco recoge el testimonio de trabajadores y trabajadoras en paro, en combate contra expedientes de regulación de empleo, víctimas sin resignación de la reconversión industrial en Murcia, a las puertas de la Expo del 92, seres humanos, que aún hoy son carne de ansiolítico, depresión, insomnio. O de un profundo desencanto político que, para mí, también se relaciona con aquello del “no te victimices, no te victimices”: la demonización de toda queja se vuelve en contra de clases desfavorecidas que creen que, por el mero hecho de tener curro y ganar mil euros, no deberían protestar por nada.

Sentir el privilegio de ser trabajadores pobres se afianza ante la certeza de que mucha gente está peor que tú. La conciencia de clase se deforma hasta el punto de mostrar un reverencial agradecimiento hacia empresarios que sí que arriesgan, sí son valientes, sí toman decisiones difíciles. Un chico así lo manifiesta en el documental. Se desdibuja la explotación y nuestras expectativas son cada vez más exiguas. Hemos pasado del quien no llora no mama al no, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, no te victimices, ¿no ves que hay gente sin techo, sin pan, sin seguridad social? Pero ¿cuál es el umbral de legitimidad de la queja?, ¿el grado de desventaja o dolor a partir del cual puedes quejarte? Calladitas, contentas, sopesamos nuestra mochila y nos sentimos superpijas si decimos ayayayay. Hay mucha perversidad política en la ideología de las televisiones, en los tutoriales de Instagram y en la psicología mindfulness de chichinabo.

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