Hasta hace muy pocos días nos comunicábamos con frecuencia, pero la última vez que estuvimos juntos fue en su estudio unos meses atrás. Me acompañó mi hija, también arquitecto, a quien trasladó su consejo tantas veces. El día en que dejó de ir allí, a ocuparse de ordenar su valioso archivo, pensé que iba a ser difícil volvernos a encontrar.

El miércoles me desperté con la noticia de su marcha definitiva, que además de lamentar, pone punto final a una relación que comenzó en la Escuela de Arquitectura de Madrid hace sesenta años. Puedo presumir de que han sido décadas en las que, sin paréntesis, pude seguir siendo aquel alumno suyo y disfrutar del afecto de su familia. A pesar de la diferencia de edades -unos diecisiete años- se trenzaron, entre nosotros, lazos de amistad que con el apoyo de nuestras respectivas parejas, solo las Parcas conseguirán llevarse al arcano.

Antonio fue algo más que un profesional de la arquitectura: un filósofo del espacio; más que un constructor, un buscador en el lenguaje y en la sintaxis de ese espacio. Tal vez encerrado en semejante búsqueda, la obra que nos deja es sobria, serena, callada, y el testimonio de una permanente reflexión sobre lo que en cada tiempo la sociedad reclama para la conformación del paisaje urbano. No se me olvida su expresión para definir en alguna ocasión la dinámica de la ciudad: “…se ha convertido en un laboratorio inmobiliario…”. No puedo dejar de mencionar aquí su relación tan intensa, impulsora, con el mundo de los creadores en las artes plásticas, en el que se movió su inquietud a lo largo de toda su vida: Antonio Saura, Amadeo Gabino, Manolo Millares… Tampoco pasar por alto su sensibilidad y preocupación por las derivas y consecuencias de las actitudes de los sectores despreocupados por los avances hacia el futuro de la sociedad española.

Quizás haya que atribuir muchas de las características de sus trabajos a la circunspección y a la parquedad de su Castilla natal, a la ausencia de frivolidad propia de su gente. Nunca se dejó tentar por la fantasía de los materiales, escueto en los elencos que utilizó: ladrillo, hormigón armado, y creo que muy pocos más a lo largo de su trayectoria.

Conservo como un tesoro en las paredes del rincón en que todavía trabajo alguno de sus improvisados dibujos en obra, poemas gráficos tan elocuentes como un discurso pausado y profundo. No debió ser una casualidad que tanto la Academia de Bellas Artes de San Fernando como la Real Academia Española le incluyeran entre sus miembros.

Quisiera tener más palabras para acompasar su marcha. Me faltan, y de ahora en adelante tendré que resignarme a prescindir de las suyas, siempre tan cargadas de profundidad, aliento y verdad.

Antonio Vélez Catrain es arquitecto.

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