Sonó Insurrección la primera. Para qué esperar. Y Manolo García la cantó como si fuera un tema nuevo, a pesar de que se escribió hace casi cuatro décadas. Pañuelo palestino al cuello, guitarra española, voz en gran estado. Emergió el primero de la noche este clásico de El Último de la Fila y los 17.000 espectadores que llenaron el WiZink se sintieron mejores personas. Y así durante las tres horas de concierto en compañía del artista catalán. Porque eso es lo que proporciona este hombre honesto y comprometido cuando canta, cuando habla y hasta cuando baila. Uno lleva un día de incendio en incendio y llega al WiZink y escucha la voz familiar y cálida de García: “Donde estabas entonces cuando tanto te necesité”. Música terapéutica que arrulla y cobija. “Dedicamos este concierto al pueblo de Palestina por el sufrimiento innecesario al que le están sometiendo”, dijo nada más terminar Insurrección.

García volvió a llenar en Madrid un gran recinto. Como lo está haciendo por toda España en su nueva gira. Sin asomar la cabeza por las redes sociales ni grabar ridículos vídeos en TikTok. Sin sonar en las radiofórmulas (las pocas que quedan), sin aparecer como jurado en uno de tantos programas en busca de supuestos talentos. He aquí un artista que no necesita lo que todos. Y tirando lo justo del pasado, un repertorio, por cierto, el de El Último de la Fila, que suena casi tan palpitante como entonces, como demostró anoche: además de Insurrección incluyó en el repertorio temas (algunos en versiones distintas a la original) de su exgrupo como Llanto de pasión, Lápiz y tinta, Aviones plateados o Como un burro amarrado en la puerta del baile.

Pero García no se quedó anclado. En 2022 editó nada menos que dos álbumes, Mi vida en Marte y Desatinos desplumados, llenos de canciones notables que anoche desplegó en el pabellón madrileño. Demostró estar recuperado de aquella miocarditis aguda que le pilló a traición en 2022, que le obligó a suspender la gira y que tuvo a sus seguidores con una nube sobre sus cabezas durante unas semanas. Mucho reposo, y vuelta al escenario.

Fue el de anoche un Manolo García (68 años) pleno, incontenible, apabullante, excesivo por momentos, sobre todo en la parte final con algunos discursos reiterativos. Él mismo se dio cuenta y dijo: “Perdonad el rollo, que parece que hoy he comido lengua”. Además de a los palestinos, dedicó el recital a los “pequeños y medianos agricultores”; a los autónomos, “para que se los trate bien porque se dejan la vida”; y a “las capas bajas, a los currantes, a los que se baten el cobre”. Reivindicó al expresidente uruguayo José Mujica, a Freddie Mercury, a Janis Joplin, a Chiquito de la Calzada (al que imitó) y hasta al huevo frito. “Hay que parar el cambio climático ya. Que la gente joven salga a la calle”, exhortó.

Hubo momentos en los que parecía estar sobre el escenario el incendiario Evaristo Páramos; pero no el de ahora, sino el de los ochenta en un concierto de La Polla Records. García insultó a los accionistas de los bancos, a los políticos, al sistema, a YouTube. Pidió que nadie grabara durante el recital un vídeo con su móvil para luego compartirlo en esta plataforma. “Dicen los de YouTube que hay que compartir. Ja, que compartan ellos su dinero. No metáis vídeos en YouTube, que alguien en Los Ángeles está sacando dinero a ese contenido”. Estuvo más guerrillero que nunca el barcelonés.

Le acompañó una banda soberbia de hasta nueve músicos y aquello sonó potente y rockero. Hubo muchos momentos de hasta tres guitarras eléctricas echando chispas sobre el escenario. En un concierto tan largo dejó espació para explotar su querencia aflamencada, centrándose en temas de su reciente Desatinos desplumados: temas como Azulea o La Maturranga, donde participó la bailaora Coral Moreno. Lo de Pájaros de barro resultó muy intenso. Bajó a cantar entre el público y se fue abriendo paso con la ayuda de dos sudorosos currelas hasta llegar al centro del recinto. La gente reía, cantaba, lloraba. Y él no perdió el tono de la canción a pesar de los besos y los abrazos que le entregaban a cada paso.

Hizo una pausa de “12 minutos para hacer pipí y beber agua” y regresó para interpretar hasta cuatro temas de El Último de la Fina y acabar este bloque con Nunca el tiempo es perdido, uno de sus clásicos en solitario. Parte de la magia del catalán reside en que es capaz de agitar a las masas con un repertorio que no se empeña en ser comercial. Muchas de las estructuras musicales son complejas y sin un estribillo claro, y el minimalismo costumbrista de las letras no parece, en principio, un caballo ganador. Con todos los respetos para la profesión, nadie calificaría como aspiracional el dedicarse a remendar calzado, pero allí todo el mundo coreó: “Que soy zapatero remendón” (de la cancón Zapatero, que atronó anoche).

En la parte final interpretó una improvisada versión de Los Módulos, Todo tiene su fin, grupo español de los sesenta. Desafinó y dijo: “Sí, aquí me ha salido un gallo. Porque aquí no hay autotune de los cojones”. Estaba tan eufórico, que casi le tuvieron que echar del escenario. Interpretó las dos últimas canciones con las luces generales del pabellón encendidas, señal de que se había agotado el tiempo. Optó por dos versiones, La bamba y El rey, la ranchera de José Alfredo Jiménez. Y se marchó como llegó, con el pañuelo palestino al cuello. “Salud y alegría. Hasta siempre”, se despidió.

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