En un momento de La quimera, la excepcional nueva película de la italiana Alice Rohrwacher, un personaje le dice al protagonista que tiene el don de encontrar lo perdido, esos tesoros antiguos cuyo valor él mismo define como el de los “objetos que han sido vistos por muchos ojos”. El cine de la propia Rohrwacher (Fiesole, 1980) se emparenta así con el lugar oculto que persigue el arqueólogo-zahorí que interpreta el actor británico Josh O’Connor. Un nuevo héroe trágico para esta directora que, como él, se alimenta de los caudales del mundo antiguo y la mirada de los otros, los vivos y los muertos.

Nadie cuenta hoy Italia, su viejo subsuelo utópico y ácrata, su pasado de juglares, arlequines y colombinas, su belleza eterna, como Rohrwacher; una cineasta fuera de lo común, solo comparable a su compatriota Pietro Marcello (Martin Eden, Scarlet) en su empeño por revivir en sus propios términos el legado poético y humanista de la tradición neorrealista italiana. Las oníricas imágenes de Rohrwacher se mueven entre lo sagrado y lo terrenal con la vital fatalidad del mártir Pasolini (“Me iré en un verso”), la ternura callejera del Fellini de La strada (1954) y la revolución de la bondad que proclamó Rossellini en Francisco, juglar de Dios (1950).

La peripecia de La quimera ocurre en los años ochenta, cuando el joven Arthur (un gran Josh O´Connor en su desvalida pureza) despierta en un tren de regreso, en medio de un extraño sueño que lo sitúa más allá de la realidad inmediata. Arthur es un joven angelical y desarrapado cuyo mugriento traje de lino le otorga el aura de los auténticos dandies. Un héroe romántico que arrastra la pérdida de su amor y que, obsesionado con la muerte y el arte funerario, sobrevive junto a un grupo de saqueadores de tumbas (tombarolis) que trapichean con piezas mortuorias etruscas. Rohrwacher nos muestra un territorio mítico ubicado entre la capa manifiesta de la historia, en la que feriantes y pícaros se burlan de todo con la ligereza de los saltimbanquis, y su dimensión más profunda. Entre el drama y la pantomima, la cineasta convoca imágenes cautivadoras gracias a su mezcla de tonos, músicas, formatos de pantalla y granos de fotografía, del Súper 8 a los 16 y 35 milímetros.

De la mano del personaje de O’Connor, Rohrwacher aterriza también, como en su maravillosa Lazzaro feliz (2018), en un mundo de palacios ruinosos. Allí, en un pasado de hermosos frescos desconchados, sobrevive la decadente matriarca que da vida Isabella Rossellini, cuya presencia no es anecdótica. La hija del tótem del neorrealismo, del cineasta que alertó de la “furia autodestructiva” de la civilización del consumo y el entretenimiento, representa en La quimera a los vivos que aún hablan con los muertos. Porque bajo el peso de la tradición, y pese a su piel y sus paredes decrépitas, también queda sitio para un último aliento, propiciado por el personaje de Italia, interpretado —y tampoco parece casual— por una actriz extranjera, la luminosa Carol Duarte. Ella es la esperanza de una utopía perdida, el último eslabón con el mito originario de la diosa, que la cineasta convoca de forma explícita para resucitarlo bajo un ideal femenino y comunal. Es una manera de entender la vida y el arte, expoliado por un mercado que todo lo pudre y profana, como un misterio en el que el orden antiguo, con su inevitable sacrificio final, da lugar a un mundo nuevo.

La quimera

Dirección: Alice Rohrwacher.

Intérpretes: Josh O’Connor, Carol Duarte, Vincenzo Nemolato, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher.

Género: drama. Italia, 2023.

Duración: 130 minutos.

Estreno: 19 de febrero.

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