Como diría Yolanda Díaz, a mí en mi casa me enseñaron a desconfiar del humanismo moñas, y me vacunaron de la trivalente ―tétanos, tosferina, difteria― y contra la cursilería, aunque hoy reivindique la cursilería desde el feminismo. En mi casa, me orientaron hacia el carácter histórico de sentimientos como el amor o de conceptos como el individuo, y me sensibilizaron respecto al valor de lo imaginario a través de una idea mítica de Dios y de una afición vampírica por la literatura. La realidad habita las ficciones y las ficciones construyen realidad. Nuestro humanismo está, pero valoramos los adjetivos especificativos: humanismo sí, pero humanismo “moñas” no. Por eso, cuando vemos cómo la palabra “democracia” llena la boca de personajes a punto de asfixiarse al pronunciar el manoseado bolo conceptual, sospechamos del demonio de las democracias liberales. Las democracias liberales colocan en el mismo campo semántico: capitalismo, democracia, libertad, alegría de vivir. Todo lo que parece de cajón, en mi casa, suena raro.

Sin embargo, cuando en las páginas de este periódico leo titulares como este del 2 de mayo ―patriótica fecha en este Madrid, ombliguito del mundo, transformado en plaza mayor del universo― me quedo tiesa: “Si es de la Humanidad, deja de ser nuestro”, afirman quienes ostentan la propiedad de olivares en Jaén y Córdoba, ante la intención de la Unesco de declarar patrimonio mundial el paisaje del olivo. Entiendo humanidad como conjunto de seres humanos y constato que ciertos sectores necesitan un refuerzo en varias asignaturas; por ejemplo, ciencias naturales: porque si olivareros y olivareras no se consideran seres humanos, o sea sapiens, ¿qué son?, ¿elefantes?, ¿chinchillas?, ¿papiones? Hablo sin salir de la clase de los mamíferos. También se perdieron horas de Barrio Sésamo: Coco reflexiona sobre dentro y fuera. Y no, Coco no era de Comisiones Obreras. También hicieron novillos de las clases de lengua centradas en hiperónimos e hipónimos: olivarero/a es un hipónimo de ser humano, y ser humano es un hiperónimo de olivarero/a; la primera persona del singular forma parte de una hermosa primera persona del plural. Aun así, seguro que estas personas aman su lengua por encima de todas las demás, porque la lengua es patria y patrimonio, y no atienden a las sabias palabras de Marsé cuando decía: “No es la lengua, es el lenguaje”.

Con todo, la peor ignorancia afecta a esa asignatura que nunca debería perder protagonismo en los currículos educativos: la filosofía. ¿Qué es la humanidad?, ¿qué es lo humano? En este punto, me doy cuenta de que en mi casa no entendemos nada, mientras que los propietarios del olivar la clavan: al final, la única patria, la única especie, la nación más nacionalista, el único paisaje que se nos mete en el cuerpo noventayochescamente se llama propiedad privada. No una propiedad en sentido figurado, sino en sentido recto. Hago esta aclaración porque quienes vivimos en Madrid podríamos argumentar que las franquicias nos roban el paisaje, pero en este caso lo que importa son las franquicias, no el paisaje.

La propiedad es la única condición para el ser humano: la propiedad privada y las sangrientas fricciones, que surgen de su omnipotencia ideológica y nos sacan del espejismo humanista, de la grandilocuencia de la palabra democracia dentro de nuestras bocas que se comen un polvorón mientras pronuncian Zaragoza o Pamplona. “Si es de la Humanidad, deja de ser nuestro”. A hacer puñetas libertad, igualdad, fraternidad. Deconstrucción absoluta del conocimiento humano ―y luego dicen de las feministas―. Los valores de las democracias liberales incluso suenan a música celestial ante tales declaraciones. Hasta el humanismo moñas podría volver a ser una aspiración.

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