La anécdota se produjo en el arranque del trío del minueto, el tercer movimiento de la Sinfonía núm. 41 “Júpiter”, de Mozart, el pasado jueves, 18 de abril, en el Auditorio Nacional. Irrumpió un móvil que alteró su repetición, por lo que el director François-Xavier Roth volvió su mirada al público sin parar a los músicos de Les Siècles. Parecía que buscaba al responsable, pero su gesto inequívoco animó a prestar atención a lo que venía ahora. Y escuchamos, en los violines, una frase en notas largas, subrayada en forte y levemente ocluida por la madera, con un protagonismo determinante en el movimiento final. Pudimos comprobarlo poco después. Los violines abrieron el molto allegro que cierra la sinfonía con esa frase de cuatro notas largas, ahora en un cristalino do mayor. Y se desencadenó una de las páginas más sublimes de toda la historia de la música. Un fascinante remolino donde Mozart utiliza ese tema como melodía con acompañamiento y, a la vez, como motivo imitativo. Una perfecta aleación entre el estilo clásico y el contrapunto barroco. Roth lo convirtió en el clímax de la velada y también en lo mejor de la presentación en los ciclos de Ibermúsica de Les Siècles, su excelente conjunto francés con 41 instrumentos de época afinados a 430 Hz.

En ese movimiento final, el director de Neuilly-sur-Seine asumió el tempo más ligero de toda la sinfonía, aunque sin sacrificar la transparencia. Engarzó con gestos precisos y sin batuta las infinitas conexiones y contrastes de estos pentagramas. No renunció a ninguna de las repeticiones, pero añadió una pausa retórica que aportó el impulso necesario para afrontar el final de la obra: un estallido donde Mozart teje una fuga con los cinco temas del movimiento. Ese logro contrapuntístico no tenía precedentes en una sinfonía. Y la obra fue conocida en Viena, tras su estreno póstumo, como “la sinfonía con la fuga al final”; el sobrenombre de Júpiter lo recibió en Londres, a comienzos del siglo XIX, en alusión al lugar que ocupa la obra en el escalón más elevado del Parnaso musical.

Esta sinfonía de Mozart fue la segunda parte de un programa muy tradicional y sin los habituales experimentos con la música contemporánea de este conjunto francés. De hecho, el pasado verano, en los BBC Proms de Londres, fue el colofón de un concierto que trataba de conectar la música de Mozart con György Ligeti. La obra arrancó en Madrid con un primer movimiento decididamente operístico. Roth alargó teatralmente las pausas para preparar cada acontecimiento musical. Sucedió, por ejemplo, en medio de la exposición del segundo tema, cuando Mozart nos deja en vilo, y suspendidos sobre un acorde de séptima de dominante de do mayor, para reanudar la música con un aterrador do menor en un explosivo gesto típico del Sturm und Drang.

El andante corrió con una fluidez exquisita. Roth intensificó su diálogo plagado de sorpresas rítmicas y retóricas. Y encarnó la elegancia en el minueto, pero con el aroma de los instrumentos de época que tocaron de pie a excepción de los violonchelos. Ese tono sedoso de la cuerda de tripa, liderada admirablemente por la violinista Amaryllis Billet, y remachada por los metales naturales, junto al re-gusto ácido de las maderas de época y el repiqueteo de los timbales de piel. La primera parte se centró en el Concierto para violín en re mayor, op. 61, de Beethoven, un compañero ideal para la última sinfonía de Mozart. Y no porque fueran coetáneas, pues las separan dieciocho años, sino porque el estreno póstumo y asentamiento de la Júpiter en los conciertos vieneses coincidió con la presentación de las primeras sinfonías y conciertos de Beethoven. Concretamente, este concierto se estrenó, a finales de 1806, dentro de una academia musical organizada a beneficio del violinista Franz Clement, que el compositor celebró en su autógrafo con uno de sus habituales retruécanos: “Concerto par clemenza pour Clement primo violino e direttore del teatro di Vienna”.

Clement no tenía mucho que ver con el poderío sonoro de los modelos violinísticos imperantes de Rode y Viotti. El austríaco era un instrumentista que des-tacaba por “una delicadeza, pulcritud y elegancia indescriptibles, unidas a una ternura y pureza extremadamente delectables”, tal como lo retrató el Allgemeine Musikalische Zeitung, en 1805. Por tanto, el sonido de la violinista francesa Chouchane Siranossian fue ideal, al buscar un acercamiento apropiado para la obra desde la fluidez y ligereza de un violín dieciochesco, con el vibrato convertido más en un adorno que en un color.

Lo comprobamos, en el desarrollo del allegro ma non troppo, cuando aparece la indicación espressivo y la música se traslada al oscuro sol menor. Siranossian mantuvo la tensión sin sacrificar la levedad y la elegancia, y fue arropada admirablemente por Roth y sus músicos. La recapitulación fue, por el contrario, menos lograda y con algún incidente entre las intrincadas escalas, grupetos, arpegios y bariolages. Pero la violinista francesa tomó la mejor decisión posible para la cadencia y reelaboró con su instrumento la escrita por Beethoven para el arreglo pianístico de la obra (op. 61a). Una solución similar a la adoptada en el pasado por Wolfgang Schneiderhan, Christian Tetzlaff o Patricia Kopatchinskaja. Un ex-tenso pasaje solista con una marcia sazonada con las intervenciones del timbalero, aquí un excepcional Sylvain Bertrand.

El larghetto fue lo mejor de la obra. Roth consiguió un ambiente de quietud con matices ideales para que Siranossian pudiera exhibir su dominio del arte de la variación, con detalles tímbricos exquisitos que oponían una misma altura como armónico y como nota pisada. Destacó el oasis anterior a la cuarta variación como verdadero paréntesis lírico. Y, para conectar con el rondó final, volvimos a escuchar un pasaje extraído de la cadencia del compositor.

Un aspecto muy interesante del movimiento final, donde Beethoven recupera la ligereza y añade locuacidad, fueron los adornos que añadió Siranossian en cada una de las fermatas. A esos añadidos se sumaron, además, la oboísta Hélène Mourot y los timbales de Bertrand. De hecho, Roth dotó a ese final de un timbre algo más áspero y con una mayor presencia de los metales. Y la violinista volvió a adaptar la cadencia de Beethoven, antes del festivo cierre de la obra.

Siranossian optó por coronar su actuación con una propina extensa y atípica. Se trataba del dificilísimo capriccio final, subtitulado prova dell’intonazione, de la Sonata da camera op. 6 núm. 12, de Pietro Antonio Locatelli. Lo inició con determinación y con algunos incidentes que remontó con su poderío técnico. Admirables golpes de arco, arpegios y dobles cuerdas que decantaron la balanza de una brillante interpretación que añadió, al final, el acompañamiento del violonchelista Robin Michael en la cadencia que incluye la obra. Ibermúsica dedicó este concierto al inolvidable director británico Neville Marriner (1924-2016), que habría cumplido cien años el pasado 15 de abril. Un programa que él dirigió muchas veces, aunque nunca con la escucha diferente en la era de los móviles que demandan los instrumentos de época.

Ficha

Ibermúsica. Serie Arriaga. Temporada 2023/24
Obras de Beethoven & Mozart. Chouchane Siranossian (violín). Les Siècles. François-Xavier Roth (dirección). Auditorio Nacional, 18 de abril.

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