El día que el Athletic Club ganó la final de Copa del Rey del 84 frente al Barcelona y mi padre celebró el tanto de Endika en el Bernabéu, yo tenía un año y medio. Él ya vivía en Madrid, había llegado pocos años antes desde Getxo (Bizkaia), un athleticzale curtido en muchas tardes de fútbol en San Mamés, en muchos partidos sufridos junto a la cuadrilla que también había dejado atrás.

Desde entonces, por mi memoria desfilan los goles cantados en la radio los domingos mientras hago los deberes, los cabreos en casa si el Athletic no ganaba, los recreos de los lunes con mis amigos del Madrid, sin poder presumir de nada. Atesoré momentos e ideas que me acercaran al club que era el de mi padre: los pósteres de Julen Guerrero, los partidos en la Euskal Etxea de la calle Jovellanos, la leyenda de una gabarra que alguna vez había bajado por el río Nervión, rumba la rumba la rum.

No es fácil ser del equipo de nadie: en tu ciudad nadie lo entiende y en la de tu equipo nadie lo sabe. Es como jugar siempre en un campo neutral, donde una línea invisible divide tus emociones y tus experiencias. El fútbol es un deporte de equipo también para su afición, que busca una mirada cómplice, un alirón compartido. Al hincha de fuera esto no suele pasarle, espera a su equipo como visitante, se desplaza kilómetros para sentirse como en casa.

De la semana pasada en Bilbao, hasta donde viajé con mi padre y mi hermano para ver a la Gabarra volviendo a escribir su historia, me quedo con dos cosas: la alegría de ver a mi padre feliz y la sensación de llegar al final de un camino. Porque fue genial confundirme entre el millón de personas que celebraba el 24º título de Copa del Rey de mi equipo (25º para muchos) y ser, por una vez, una camiseta rojiblanca más, pero fue mejor aún aceptar mi condición de hincha de fuera, la que volverá a casa con el pecho bien sacado, cientos de kilómetros después, para seguir apoyando a su club en esta realidad ajena.

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