Noelia Ceroni nunca pudo decidir nada sobre la guardería, la escuela o el centro médico al que acudían sus hijos. Como uruguaya, ni siquiera le estaba permitido votar en las municipales, limitadas a los ciudadanos de la UE y a los extranjeros cuyos países tienen acuerdos de reciprocidad con España. “Después de 28 años y cuatro hijos aquí, me he sentido ciudadana en obligaciones, pero no en derechos”, critica esta mujer, de 49 años, que trabaja en el hospital Clínic como técnica de radioterapia, paga una hipoteca y saca adelante una familia numerosa con su pareja, cuadrando un Excel de horarios imposible. En las elecciones del 12 de mayo, Ceroni votará por primera vez. Hace seis meses que en su cartera tiene ya el anhelado DNI, que aún mira con extrañeza. Le costó un camino largo de una década, con recurso incluido ante el Ministerio de Justicia, después de que le denegasen la nacionalidad por “falta de arraigo en la sociedad española”. Al contarlo, ahoga una risa indignada.

Durante la entrevista, Ceroni todavía no ha recibido la tarjeta censal. “Llegará, ¿no?”, pregunta. Se espera cualquier cosa después de que en la primera resolución constase su nivel “aparentemente adecuado” de español —siendo hablante nativa— o que para examinar el grado de integración le preguntasen dónde se celebran las fiestas de La Paloma. “Siempre he vivido en Barcelona”, se excusa. La cuestión aparecía en un examen que, cuando ella lo realizó, en 2014, aún no era oficial. Unos días después, enviará una fotografía, sonriente, con la tarjeta censal recién salida del buzón. Ceroni ya consta como una de las 5,7 millones de personas llamadas a votar en las próximas elecciones catalanas. Por primera vez no está en el grupo de 1,1 millones de extranjeros residentes en Cataluña, con 18 años o más, según datos del Idescat, que no pueden pronunciarse sobre las políticas que condicionan sus vidas.

“Pensar que hay integración si no hay participación política, es una falacia. Si no es política, no hay integración”, critica el catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia (UV), Javier de Lucas. Fundador del Instituto de Derechos Humanos de la UV, denuncia que la “lógica migratoria está hecha para extranjerizar al inmigrante”. Y es así “con pocas excepciones en el mundo”, dice, entre ellas Canadá o Ecuador, más permisivos. “Si llevas cinco años viviendo en un país, pagando los impuestos, con una situación de trabajo estable, debes tener los mismos derechos y poder votar, en el ámbito municipal, pero también en el autonómico y estatal”, considera. Para ello, habría que modificar la Constitución que, a excepción de las locales, limita el sufragio a los españoles.

Un repaso a los programas de los partidos políticos que concurren a las elecciones del 12 de mayo permite comprobar que solo los comunes abordan explícitamente en su programa el derecho a votar de los inmigrantes. “Se sigue pensando que el voto es la guinda del pastel, cuando lo cierto es que los derechos políticos son la condición para ser reconocidos en igualdad”, insiste el doctor De Lucas. “Los partidos no tienen la inmigración en su base estructural, desde una perspectiva de derechos, es solo una reacción a la derecha”, opina Victoria Columba, del comité de Cataluña del movimiento Regularización Ya. “Se trata de una integración selectiva: la inmigración sirve para engordar arcas, para un crecimiento poblacional… Pero sus derechos se postergan”, añade.

“No me siento con más derechos, me siento más igual”, ahonda Ceroni sobre su nueva condición de española, y la diferencia de ir por el mundo con un DNI o con un NIE (Número de Identidad de Extranjero). Ella pidió la nacionalidad por primera vez en 2013. “Ya tenía dos hijos, una vida estable, una red. El arraigo estaba hecho”, defiende. Le dieron hora al año siguiente, y se presentó en el registro civil, acompañada de su pareja. El examen la pilló por sorpresa, de las 25 preguntas apenas pudo responder cinco y, además, tuvo algún rifirrafe con la funcionaria. “Intenté hablar en catalán, y me dijo que ahí estaba para la nacionalidad española, no la catalana”, relata. Pero a pesar de todo, pensó que solo sería cuestión de esperar. ¿Cómo no iba a obtener la nacionalidad después de llevar en España desde los 21 años, tener un trabajo estable, cuatro hijos, estar casada, pagar una hipoteca, impuestos…?

Cuando cuatro años después, en 2018, recibió la denegación por una “insuficiente integración” en la sociedad española, no supo qué hacer. “Había sido todo tan farragoso, tan duro, tan complicado, tan largo, tan caro…”. Al final, optó por recurrir la decisión del Ministerio de Justicia, a pesar de que la advirtieron de que lo mejor sería empezar de nuevo el proceso. “Me negué”, repite. Y se centró en demostrar su arraigo ante el Estado. “Tuve que presentar certificados de la escuela, de la pediatra, de mi trabajo… No fue agradable tener que pedirle a todo el mundo que avalase que era una buena ciudadana, una buena madre, una buena trabajadora…”, lamenta.

“Con los cambios que se han producido en el mundo como consecuencia de la globalización, la conexión entre nacionalidad y ciudadanía no tiene sentido desde el punto de vista de los derechos políticos”, subraya el catedrático De Lucas. “Es una restricción indebida, que corresponde a un mundo que ya no existe, de estados nacionales cerrados donde la gente vivía en su pueblo para siempre”, abunda, haciendo hincapié en que “más de 2,5 millones de personas que son residentes estables, que están contribuyendo con sus trabajos y sus tasas, no pueden votar”. “Es una anomalía”, se suma el presidente de Ciemen, David Minoves, una asociación por la integración que ha lanzado una campaña para visibilizar a quienes no pueden votar. Quieren denunciar el “acceso restrictivo” a la nacionalidad, y los problemas asociados de no poder votar: “Facilita la xenofobia porque a quien más afecta no puede defenderse electoralmente”, y supone una “ruptura de la cohesión social”. Los inmigrantes, insiste Minoves, son atacados por la extrema derecha, pero no pueden responder “porque son objeto de debate, pero no sujetos”.

Cuando casi por casualidad, en 2023, Ceroni descubrió que le habían concedido la nacionalidad, se alegró. “No ser española me ha limitado mi vida personal y laboral todos estos años”. Y celebró, en primer lugar, “no tener que hacer de nuevo la cola para renovar el permiso de residencia”, indica, sobre unos trámites que “no han evolucionado en 20 años”, donde asegura que los inmigrantes son tratados de malas maneras. El 12 de mayo votará, feliz, por primera vez. “Me hace mucha ilusión. Yo creo en el sistema”, defiende. ¿A quién depositará su papeleta? Asegura que no lo sabe. Pero de tenerlo claro, se ríe, tampoco lo diría.

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