En medio de las brasas, puede tener sentido agarrarse a un clavo ardiendo. Rishi Sunak ha aprovechado el descenso de la inflación en el Reino Unido el pasado abril al 2,3% para despejar la gran duda política de los últimos meses. El primer ministro británico se dispone a anunciar este miércoles un adelanto de las elecciones generales —previstas hasta ahora para el otoño— para el 4 de julio, según han anticipado varios medios británicos. Los conservadores se sitúan al menos 20 puntos porcentuales detrás del Partido Laborista en todas las encuestas, y hay un consenso general en el país en torno a la posibilidad, cada vez más real, de que Keir Starmer sea el próximo inquilino de Downing Street. El movimiento de Sunak, cobijado bajo unos datos económicos que pronostican una raquítica mejoría del país, se interpreta más bien como el modo de poner fin a la agonía final de más de 14 años de gobiernos tories.

La cifra de la inflación, aun siendo buena, es peor de lo previsto por los analistas (2,1%); el crecimiento de la economía en el primer trimestre del año ha sido apenas de un 0,6%; nadie confía hoy en que el Banco de Inglaterra vaya a recortar el tipo de interés en su reunión de junio; y, finalmente, su equipo ya ha advertido a Sunak de que no tiene margen para una nueva bajada de impuestos antes de fin de año. El primer ministro ha convocado de urgencia a su Gobierno a primera hora de este miércoles para comunicar a sus miembros la decisión, antes del previsible anuncio a las puertas de Downing Street.

Las pasadas elecciones municipales de Inglaterra, a principios de este mes, ofrecieron una clara demostración real del estado de ánimo de los votantes. El Partido Conservador perdió casi medio millar de sus concejales, pero sobre todo fue duramente castigado en áreas donde, en circunstancias normales, habría podido revalidar su mandato.

Sunak llegó al poder después del fiasco de su predecesora Liz Truss, que en menos de dos meses logró hundir la libra esterlina y la credibilidad internacional del Reino Unido con un plan drástico de rebaja de impuestos que alertó a los mercados por su falta de rigor fiscal. Sunak, exministro de Economía cuya dimisión contribuyó decisivamente a que cayera el Gobierno de Boris Johnson, fue seleccionado por los diputados del grupo parlamentario conservador —no por las bases del partido— para rescatar las cuentas del país. De origen indio, aunque nacido en Southampton, hindú practicante e hijo de un médico y una farmacéutica que habían trabajado duramente para dar a su hijo una educación privada de primer nivel, Sunak representaba una tecnocracia moderna y seria frente a los bandazos ideológicos de sus predecesores Truss y Johnson.

El primer ministro fue educado en Oxford y Stanford y está casado con Akshata Murty, la hija del multimillonario indio Narayana Murthy, el fundador de Infosys que revolucionó el sector de servicios de la nueva tecnología digital. Con 250.000 empleados por todo el mundo, Murthy y su familia poseen una de las mayores fortunas del planeta.

La obsesión de Ruanda

Junto a esa visión tecnócrata del mundo obtenida en sus años de trabajo en California, que le ha impulsado a lanzar proyectos ambiciosos, por ejemplo, en torno a la inteligencia artificial, Sunak no ha podido evitar la caída en un discurso populista y xenófobo, arrastrado por el ala dura de su partido, ante el desafío de la inmigración irregular. Heredó, y se apropió por completo, del plan para deportar inmigrantes a Ruanda que Johnson puso en marcha como cortina de humo para ocultar sus propios escándalos.

Después de batallar con los tribunales, de aprobar una ley que cercena casi por completo la posibilidad de solicitar asilo a los recién llegados, y de amenazar con desafiar la legalidad internacional si el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se opone a sus deportaciones, Sunak ha prometido que los primeros vuelos a Ruanda despegarán en julio. Justo cuando los votantes conservadores, obsesionados con la cuestión migratoria casi tanto como con la economía, han sido convocados a las urnas.

Starmer toca Downing Street con la mano

El líder del Partido Laborista, que heredó una formación muy escorada a la izquierda con su predecesor, Jeremy Corbin, se ha esforzado durante cuatro años en volver al centro y rescatar la imagen de moderación y apoyo de las clases medias con la que Tony Blair obtuvo su éxito.

De la mano de la portavoz de Economía —y futura ministra, si las encuestas se confirman—, Rachel Reeves, Starmer ha logrado transmitir una imagen de rigor económico y responsabilidad presupuestaria, además de seducir a los empresarios británicos. El precio a cambio ha sido borrar de su discurso cualquier referencia al Brexit y descartar de modo tajante una vuelta del Reino Unido al club comunitario, o a su espacio aduanero o mercado interior. El líder laborista era muy consciente de que un discurso en esa línea habría espantado a todos esos millones de votantes tradicionales de la izquierda que en 2019 cayeron seducidos por el populismo de Johnson.

Starmer fue capaz de cortar de raíz, nada más hacerse con las riendas de la dirección laborista, todos los episodios de antisemitismo que habían emponzoñado el clima interno del partido en los últimos años, hasta el punto de ordenar la expulsión de Corbyn del grupo parlamentario.

En los últimos meses, su defensa del derecho de Israel a responder a los ataques de Hamás el 7 de octubre, o su tardanza y tibieza a la hora de reclamar un alto el fuego, han hecho que un buen puñado de representantes laboristas municipales, en zonas con mucha población musulmana, abandonaran sus cargos. E incluso tuvo que frenar, con un giro de última hora, una rebelión de sus diputados, dispuestos a respaldar una moción parlamentaria en favor de Palestina que iba más lejos que la línea oficial del partido.

A cambio, Starmer ha conseguido convencer a una mayoría de británicos de que su triunfo es ya inevitable. Siete de cada diez ciudadanos están ya seguros de que el próximo Gobierno del Reino Unido será laborista, según la empresa de sondeos YouGov.

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