Un hecho real sobrevuela la mente del espectador al terminar la ficción inmersa en la película australiana Shayda. La niña coprotagonista, esa cría que debe lidiar con una vida esquinada, encerrada junto a su madre en un centro de acogida para mujeres acosadas por sus maltratadores maridos, sin poder ir al colegio ni jugar con amigas, básicamente porque no puede tenerlas, es la propia directora: Noora Niasari. O lo fue, en los años noventa del pasado siglo. Una niña sin hogar, con una madre valiente y un padre celoso con tendencia al fundamentalismo islámico; con unas ojeras perpetuas y una enorme cara de tristeza, que hoy es directora de cine y debuta con una obra autobiográfica.

Y sin embargo, pese al conocimiento y la cercanía, el dolor y el temblor, la evidente injusticia y la tragedia de las situaciones, Niasari no logra con su película salir del carril marcado por lo irrebatible, casi por lo obvio. Shayda es verdad. Pero Shayda no tiene conflicto. Ni en el eje central, ni en sus personajes. Quizá porque la vida real de las mujeres maltratadas no lo tiene. Es el lobo feroz contra la inocencia. Pero el cine lo necesita para dar el salto desde la necesaria denuncia de las situaciones hasta la emoción de la complejidad. No hay matices en Shayda. Hay blanco y hay negro. Hay atropello, temor e ilusión por buscar la luz. Sin embargo, labrada a través de una corrección que tampoco puede ser criticada porque va de la mano de la razón, de la dignidad y de la franqueza, Shayda, coproducida por la estrella de Hollywood Cate Blanchett, se ve venir de cabo a rabo: en el tratamiento de los personajes, en la estructura y en su desenlace, naturalmente esperanzador.

Estamos ante un modelo de película irreprochable en lo social que, en cambio, deja bastantes más dudas en lo cinematográfico. Un molde global que lleva a los cineastas al activismo, pero no tanto al análisis artístico. No hay un verdadero estudio de caracteres en este tipo de obra, del que también podría formar parte la reciente Alumbramiento, producción española dirigida por Pau Teixidor, estrenada la pasada semana, en la que otra fémina, en este caso una joven internada en un centro para adolescentes embarazadas en la España de los años ochenta, establece relaciones con sus compañeras de encierro mientras lidia con el poder y el maltrato. Hay secuencias y hasta planos intercambiables entre las integrantes del modelo, muchas de ellas, como Shayda, filmadas en el formato de moda, ese 4:3 antaño clásico, hoy casi convertido en el cliché formal para historias en las que sus personajes sufren la amenaza del ogro, sea el que sea.

Por supuesto, la película de Niasari tiene otras virtudes, entre otras, las interpretaciones. El trabajo de la directora con la niña Selina Zahednia, de seis años, es magnífico. Y, sobre todo, la fotogenia y la autenticidad de Zar Amir-Ebrahimi, actriz iraní afincada desde hace años en Francia, de la que ya hablamos en estas páginas hace unas semanas a raíz del estreno de Tatami (aún en la cartelera española), película que coprotagoniza y codirige. Una mujer que también vivió en sus carnes la cerrazón del machismo y la degradación del integrismo, que tuvo que huir de su país tras una campaña de desprestigio a causa de un vídeo íntimo, y que encontró la luz en un país del primer mundo, igual que la madre de la directora Niasari, a la que ahora ha acabado interpretando.

Shayda, que no quiere ser psicológica ni analítica y que tampoco, aunque lo apunte, llegue a los niveles de thriller de la magnífica Custodia compartida (Xavier Legrand, 2017), tiene la sensibilidad, la verdad y la corrección. Y el homenaje a las mujeres y madres que luchan por sus derechos. Pero le falta profundidad para alcanzar el arte del cine.

Shayda

Dirección: Noora Niasari.

Intérpretes: Zar Amir-Ebrahimi, Selina Zahednia, Osamah Sami, Leah Purcell.

Género: drama. Australia, 2023.

Duración: 117 minutos.

Estreno: 28 de junio.

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