Fue allí, en una de las más sonadas fiestas de la nobleza y aristocracia madrileñas, en el mes de mayo de 1884. La rica anfitriona de aquella selecta pavana era la marquesa de Squilache, Pilar León de Gregorio, viuda del opulento malagueño Martín Larios. Mujer cetrina, de ojos pequeños y nariz incorrecta, pero dotada de un extraño encanto, especie de resplandor intelectual traslucido en el semblante como una luminaria interior. El escenario, inigualable: el soberbio palacio de Villahermosa, situado en la calle de Zorrilla (antes denominada del Sordo), con vuelta al Paseo del Prado y a la Carrera de San Jerónimo, en uno de cuyos salones el pianista y compositor Franz Liszt ofreció un inolvidable concierto para unos pocos privilegiados.

Episodio donjuanesco

Construido entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX por el arquitecto Antonio López de Aguado, discípulo de Juan de Villanueva, artífice del edificio del Museo del Prado, el palacio de Villahermosa era otra singular joya de estilo neoclásico donde residió el duque de Angulema tras llegar a Madrid al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis. Pero, al margen de curiosidades históricas, fue en Villahermosa donde el rey Alfonso XII desarmó por vez primera con su mirada acechante a la esposa del primer secretario de la embajada de Uruguay en Madrid. Muy pronto, Mercedes de Basáñez, como se hacía llamar la hermosa mujer del diplomático, adoptando el apellido del marido según la costumbre de la época, iba a sumarse a las numerosas capturas del seductor monarca. Los cómplices del secreto aludirían ya siempre a ella, enigmáticos, como «la Señora».

El palacio de Villahermosa era el escenario ideal para un episodio donjuanesco. Grandiosa sala de baile, con bóveda artesonada y larga fila de balcones. Primorosa capilla, enriquecida con un lienzo de Maella. Suntuosas habitaciones, acondicionadas para invierno y verano. Preciosos tapices. Laberintos de espejos, infinitos con molduras de hojarascas, guateados, capitonés, encajes y lacitos. Magnífica biblioteca, nutrida en parte con la de los Argensola y, esculpido en la fachada principal, un gran escudo del ducado de Villahermosa en mármol blanco, vuelto hacia el patio para evitar enfrentarse con el vecino de Medinaceli. El marco idóneo para otro ardoroso romance regio. La anfitriona Pilar León de Gregorio, marquesa de Squilache, era una mujer de armas tomar que logró al fin que Sagasta le rehabilitase el marquesado, de la familia de Gregorio, que ninguna relación tenía con el príncipe del célebre motín.

Poco importaba que el palacio de Villahermosa no fuera suyo. Pese a ocupar tan solo un piso en el majestuoso edificio, todo el mundo pasaba por alto que también residían allí la condesa de Guaqui, duquesa viuda de Villahermosa, junto al banquero Bayo y los marqueses de Narros. Pero unos y otros aludían siempre al «palacio de la Squilache», como si no tuviera más dueño que ella. La marquesa aguantaba estoicamente las bromas pesadas, como la del burlón periodista que cometió adrede la errata de nombrarla en la Prensa «Pilar León, viuda de Varios», en lugar de Larios. La gente rio a carcajadas. Alfonso XII tampoco se perdió ni una sola de las fiestas de carnaval, la más sonada de las cuales fue sin duda la ofrecida por los duques de Fernán Núñez en su palacete de Cervellón, en la calle de Santa Isabel. Inolvidable baile de máscaras, que congregó a más de cuatrocientos invitados, recibidos en el zaguán con todos los honores por una compañía de lanzas del regimiento de Sicilia, formada por jóvenes aristócratas, con su charnego, alabarda, casaca y calzón blancos, y medias encarnadas.

Los asistentes acudieron disfrazados de la «Commedia dell’arte»; entre ellos, la infanta Isabel con el heredero de la casa, la infanta Eulalia con el duque de Tamames, y la duquesa de Alba (hija de los anfitriones) con el marqués de Bogaraya. La reina María Cristina se caracterizó de dama dieciochesca y el duque de Fernán Núñez, de Felipe II. Tan solo el rey se resistió a disfrazarse como los demás, luciendo su uniforme de gala de capitán general. El mismo uniforme con que le vio por primera vez «la Señora» en el salón de juego de la marquesa de Squilache: «¿Quién es aquel bomboncito?», susurró el rey, embelesado, al duque de Tamames. «La esposa del primer secretario de la Embajada de Uruguay», repuso Tamames. El matrimonio acababa de llegar de su país y pronto presentaría las credenciales al rey. La pasión magnetizó al monarca y muy pronto la señora de Basáñez reemplazó así a la cantante Elena Sanz en el regio lecho.

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