Que los pacientes puedan acceder lo más rápido posible a las nuevos medicamentos innovadores que necesitan es, sobre el papel, un objetivo compartido por todos los actores del sistema sanitario. El camino para lograrlo, sin embargo, tiene giros complicados y algunos obstáculos que retrasan la llegada a la meta. No es extraño, por ejemplo, que transcurra más de un año desde que la Agencia Europea del Medicamento (EMA) aprueba una nueva terapia hasta que esta es incorporada a la sanidad pública. Un primer escollo es el desafío que el uso de estos tratamientos, situados en la vanguardia del conocimiento, suponen para hospitales y profesionales. Igualmente importante es conocer bien qué pacientes pueden realmente beneficiarse de unos fármacos cuya eficacia y seguridad a menudo están rodeadas de una notable incertidumbre. Y, por último, los presupuestos públicos deben velar por la sostenibilidad de un sistema amenazado por la espiral alcista en los elevados precios impuestos por las empresas farmacéuticas. José Félix Lobo (San Sebastián, 78 años) es uno de los expertos españoles de referencia en la materia. Catedrático emérito en Economía por la Universidad Carlos III, es también presidente del Comité Asesor de la Prestación Farmacéutica (CAPF) y coautor de una serie de notas técnicas publicadas por FUNCAS —un centro de análisis dedicado a la investigación económica y social— en las que alerta de que España necesita dotarse de forma urgente de herramientas para saber qué nuevos tratamientos conviene financiar con fondos públicos y cómo acelerar su llegada a los hospitales.

Pregunta. En sus notas hablan de “la (des)organización de la evaluación” de medicamentos y tecnologías sanitarias en España”. ¿Tan mal está la cosa?

Respuesta. No tenemos las respuestas adecuadas a las preguntas oportunas. Necesitamos saber si vale la pena pagar los elevados precios que las compañías piden por los medicamentos y tecnologías sanitarias, pero no tenemos buenos mecanismos para evaluarlo.

P. ¿Por qué?

R. Falta una legislación adecuada y organismos que hagan esto como necesitamos. Y, por último, no tenemos suficientes medios personales capacitados.

P. ¿Y el Ministerio de Sanidad?

R. Tenemos un Ministerio de Sanidad débil. ¿Cuántos ministros hemos tenido en los últimos años? Una organización cuya cabeza cambia cada pocos meses no puede funcionar de la mejor manera. No se le ha dado a la prioridad política necesaria.

P. El actual equipo ministerial prevé reforma de la Ley del Medicamento y prepara varios reales decretos…

R. Los anuncios van en la buena dirección, pero por ahora solo son eso. La reforma de la ley puede llevar dos años y suele decirse que un real decreto tarda como un niño, nueve meses. Luego habrá que crear la estructura organizativa y reclutar un personal muy especializado. Con suerte, y si se mantiene el impulso político, tardaremos cuatro o cinco años para ponernos a la altura de Francia o Italia.

P. ¿Cuál es el objetivo?

R. Necesitamos un organismo independiente del poder político con medios y prestigio. Debería ser algo similar la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF) o la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), cuyos directores no dependen del ministro de turno.

P. ¿Por qué es conveniente esta independencia del poder político?

R. En un campo muy especializado, los análisis deben ser exclusivamente técnicos. La independencia es lo que les da fuerza. Si un medicamento es demasiado caro para lo que ofrece en términos de salud, hay que decir claramente que comprarlo supone quitar recursos a otros enfermos que obtendrían mejores resultados. Son decisiones complejas y es mejor que las tome un organismo técnico con fundamento científico y respetado por profesionales y ciudadanos.

P. ¿Y esto no es quitar a la política su esencia, que es fijar prioridades?

P. No, porque estos informes son preceptivos, no vinculantes. Luego el poder político puede introducir otros parámetros que lleven a modular o flexibilizar la valoración estrictamente económica, como criterios de equidad o compasivos.

P. La industria farmacéutica se queja de que España tarda demasiado en financiar los nuevos tratamientos.

R. Sí, lo dice, pero no lo comparto. No es cierto que las terapias innovadoras tarden en incorporarse a la sanidad pública española, más allá de algún caso relacionado con los pocos medios en la estructura de evaluación. Los datos demuestran que España está en la mitad alta de países al incorporar nuevos fármacos a la sanidad pública. Y, en la práctica, muchos retrasos en la financiación pública se deben en realidad la propia industria.

P. ¿Cómo?

R. Las empresas buscan cerrar primero los acuerdos de financiación con los países que pagan precios más elevados, como los ricos del norte de Europa. No tienen incentivos en hacerlo antes con aquellos que pagan menos, como España, así que dilatan en ellos el proceso administrativo. Es una situación que podría evitarse si se aceptara que hubiera precios distintos según cada país y su renta, que es algo que defendemos los economistas. Pero las empresas tienen miedo de que se produzca un efecto dominó de precios a la baja y a los países que pagan menos ya les va bien.

P. ¿Cómo logra España esos precios más bajos?

R. Es un país relativamente grande, con 48 millones de habitantes, y tiene un sistema sanitario potente, con peso en los ensayos clínicos. Pero a la vez tiene un nivel de renta un tercio inferior a Alemania, por ejemplo. Todo eso lo han hecho valer históricamente los funcionarios de Sanidad. Además, España ofrece otras ventajas a las farmacéuticas.

P. ¿Cuáles?

R. El sistema funciona de forma muy integrada. Una vez un medicamento está financiado públicamente, entra muy rápido al sistema. No ocurre al mismo ritmo en otros países como Alemania. Allí, formalmente, se puede financiar una terapia innovadora, pero luego debe seguir varios pasos hasta llegar a todos los seguros de salud y hospitales, lo que suele tomar bastante tiempo.

P. ¿Por qué los precios no son transparentes?

R. Por lo que decíamos antes: el miedo de las empresas de que cada país mire al que paga un poco menos y pida ese precio. Así que fijan uno de catálogo o lista que es igual en todos los países, pero que en realidad es una ficción, porque luego aplican descuentos y condiciones distintas y opacas en cada uno. Pero muchos gobiernos también desean esa opacidad.

P. ¿Por qué?

R. Porque les permite conseguir precios más bajos. La transparencia a priori es algo deseable, todos la queremos, pero en la práctica haría que España pagara precios más elevados, por ejemplo.

P. Pero entonces…, ¿la opacidad es buena? ¿No resulta eso chocante?

R. No, lo que digo es que en la situación actual, si no se acepta que los precios reales, formales y públicos difieran entre países según la renta, entonces nos debemos mover en un terreno en el que habrá parcelas de transparencia y otras de opacidad.

P. Otro aspecto relacionado con la transparencia: los pagos de la industria a médicos y a sociedades científicas.

R. Otra cuestión clave. Necesitamos a médicos e investigadores porque tienen un conocimiento en el límite al que ha llegado la ciencia. Pero, obviamente, pueden incurrir en conflictos de interés, como otros actores, y es necesario reforzar los mecanismos de transparencia ya existentes, como la publicación de los pagos de la industria a los profesionales.

P. Es frecuente ver a profesionales sanitarios criticar duramente a Sanidad porque tarda en financiar un fármaco cuyo balance coste-beneficio está siendo evaluado. Esos mismos profesionales reciben a menudo pagos de la industria y casi nunca la critican por los elevados precios o los retrasos que ella provoca. ¿No es eso revelador?

R. Esto muestra la necesidad de tener unas reglas muy claras en relación con los conflictos de interés. Hay que tener en cuenta, además, que un médico en concreto no está en la mejor posición para decidir si un fármaco debe o no debe ser financiado.

P. ¿Por qué?

R. Porque lo lógico es que quiera que su especialidad avance y le preocupe el paciente que tiene delante. Y entonces querrá usar la última terapia disponible, aunque sea carísima y tenga un valor en salud muy incierto. El médico sabe mucho de lo suyo, pero no le podemos pedir que, además, tenga una visión del conjunto del sistema y sepa valorar convenientemente el coste de oportunidad. Este supone que el dinero que va a un enfermo no irá a otro y el objetivo es que vaya al que obtendrá mejores resultados.

P. ¿Quién debe asumir ese papel?

R. Las administraciones públicas, asesorándose con los mejores expertos. Y ahí es lógico que pueda surgir cierto roce, pero esto es algo que puede organizarse bien para ser resuelto de forma satisfactoria. Por eso hablaba de un organismo respetado e independiente. El objetivo compartido es el bien común.

P. Algunas voces defienden que un medicamento debería incorporarse automáticamente a la sanidad pública tras ser aprobado por la Agencia Europea del Medicamento (EMA).

R. Eso no tiene mucho sentido, ni siquiera la EMA lo defiende y no sería bueno para los pacientes europeos. Desde la ley General de Sanidad de 1986 tenemos un sistema de financiación selectiva, no indiscriminada, que prioriza los fármacos a financiar. No podemos olvidar que muchas terapias innovadoras se mueven en una importante incertidumbre, primero sobre su efectividad y seguridad, y luego sobre si su balance coste-beneficio es favorable. Lo nuevo no es siempre mejor.

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