El análisis comparado demuestra que cuesta mucho trabajo consolidar avances. Los países con déficits de desarrollo político rara vez transforman excesos de rentas puntuales (vía recursos naturales o booms de precios, por ejemplo) en la consolidación de una posición más avanzada. Para ello hacen falta, además, reformas institucionales que adecúen la forma de innovar y de crecer a nuevos entornos, nacionales e internacionales. Este argumento general adquiere una relevancia particular en el caso de la educación superior y su adaptación a un mercado global de talento y a la revolución tecnológica. Las reformas son necesarias, urgentes y, en cierto modo, inevitables.

España ha progresado mucho en los últimos años en su integración académica global. Las iniciativas financiadas desde Europa y una creciente colaboración público-privada, sumadas a la entrada de una nueva generación de investigadores con experiencia y vocación internacionales, han cambiado el terreno. Pero estos avances han ocurrido a pesar de un entorno institucional infra-dotado e hiper-burocratizado, diseñado explícitamente para la protección de insiders, amenazados por la creciente competición externa. Los procedimientos han mejorado: los diferentes sistemas de acreditación protegen contra esos ágrafos militantes que se convertían en mayorías de bloqueo y condenaban a sus instituciones por décadas. Pero a la vez queda mucho por hacer. Pretender atraer o retener gente competitiva internacionalmente con sueldos de limosna y unos procedimientos kafkianos de validación es una estrategia condenada al fracaso.

Reformar es difícil, siempre: se necesitan muchos recursos y superar las resistencias internas de aquellos que anticipan que el cambio recortará su influencia y expondrá sus limitaciones. En un entorno democrático como el de las universidades españolas, este grupo de interés dedica buena parte de sus esfuerzos a protegerse limitando el impacto de las reformas. Como consecuencia, las universidades se han politizado. Se han politizado hacia dentro, con grupos, partidos y facciones donde la crudeza de los debates es inversamente proporcional a la importancia del asunto; y, de forma casi natural, se han politizado hacia fuera. Si la adaptación institucional es ya difícil en un entorno político normal, se convierte en un imposible en sociedades polarizadas donde la construcción de relatos basados en medias verdades se ha convertido en una de las bellas artes.

Un plagiador o el arquitecto de un cártel de citas reciben amparo rápidamente

Para su desgracia, la universidad ha ido adquiriendo un protagonismo creciente en la gresca política nacional y ello obliga a atrincherarse en función de la identidad real o asignada de los protagonistas. Un plagiador o el arquitecto de un cártel de citas reciben amparo rápidamente. Y al revés: una persona y un centro envueltos en un kafkiano proceso burocrático se convierten en el foco de un supuesto “caso” que afecta a un “polémico instituto”, corrupto y endogámico. Vista sin conocer los hechos, la cosa parece grave. Pero conviene diseccionar “el caso” y apreciar la construcción de bulos de excelencia.

El instituto Carlos III Juan March de Ciencias Sociales se crea en 2013 como una innovadora forma de transferir el generoso apoyo de una fundación privada a las ciencias sociales (desde 1987 a 2013, en exclusiva) a una universidad pública. Es un ejemplo de modernización institucional, con la creación simultánea de un departamento interdisciplinar (sociología, historia económica, ciencia política) y un instituto público-privado muy dinámico. La colaboración ha generado resultados excelentes (investigación, atracción de fondos y talento, innovación docente), construyendo en tiempo récord un centro de referencia. Así lo he podido comprobar como miembro externo de su consejo científico. Y así lo confirma la reciente carta de apoyo firmada por cerca de 200 académicos internacionales.

Tras ocho años al frente, el primer director deja su puesto y se inicia el proceso de renovación. La persona finalmente elegida había sido reclutada desde la Universidad de York, donde tenía su plaza permanente, a través del programa talento de la Comunidad de Madrid. Como parte del proceso, se convoca una plaza de profesor titular. En ese proceso, hace falta un documento acreditativo de la ANECA. La candidata y la Universidad en su momento asumieron que el certificado I3 de la comunidad, si cabe más exigente, equivalía al requisito. Todos erraron, creando un problema que en cualquier entorno normal es interno, administrativo y de la institución que falló in vigilando. La plaza está ahora en vías de anulación y habrá de repetirse siguiendo los procedimientos pertinentes.

Sobre estos hechos, cierta prensa conservadora cree haber encontrado un filón para demostrar que en las universidades y centros “progresistas” campan también la endogamia, la corrupción y la falta de rigor. El esfuerzo para construir esta equivalencia es considerable y solo se explica porque la persona elegida sirvió brevemente como alta comisionada para la lucha contra la pobreza infantil y su predecesor es un conocido intelectual público de izquierdas. Se trata de usar el “caso” como garrote político con la colaboración interna de quienes siempre vieron al Instituto como una amenaza o tienen rencillas personales que saldar. Todo muy edificante.

La candidata no necesitaba, ni necesita, que nadie manipule el proceso para ganar la plaza

Pero la verdad es otra: ni “caso”, ni corrupción, ni endogamia. No hay caso ni corrupción porque no hay objeto. La candidata no necesitaba, ni necesita, que nadie manipule el proceso para ganar la plaza. Su curriculum y su trayectoria le permiten competir con quien sea para esa posición. Pretender ahora que se torció todo para colocar a alguien inadecuado es sencillamente absurdo.

El éxito de la estrategia de construcción del “caso” requiere dos elementos adicionales. El primero consiste en vincular a los actores con el actual gobierno. Así, el nombre del presidente Sánchez aparece en lugar prominente junto a fotos con la ministra de Trabajo. Sin duda ambos diseñaron la conquista del centro para la izquierda en connivencia con oscuras fuerzas de capitalismo financiero español.

El segundo es más sutil. Se trata de generar dudas sobre la institución. Para ello se presentan prácticas habituales en la academia internacional como muestra de caciquismo rampante. Me refiero a los supuestos “certificados de ciudadanía”, aireados con detalle como elemento central del “caso”. En castellano suena muy mal, lo reconozco, pero se trata de una práctica muy común (service evaluations) en las que se discute si el candidato es una persona que contribuye al común (good citizen) o no. Es una dimensión más, junto a la investigación y la docencia. Pero la traducción transforma lo normal en un mecanismo de control de lealtades.

Los datos tampoco sustentan el relato. Sobre la supuesta endogamia, los números son elocuentes: de los 30 miembros permanentes del instituto, nueve son antiguos alumnos, menos del 30%. La mayoría de los miembros del departamento no se doctoraron en España. Dudo que haya otro departamento de Ciencias Sociales en España con más personal externo y formado internacionalmente. Es también un departamento capaz de atraer financiación exterior de modo sostenido (con cuatro proyectos de excelencia europeos, ERC, incluidos). Cuesta pensar que investigadores extranjeros de primer nivel estén deseando incorporarse a una cofradía de mediocres sin ética. Pero da igual. La realidad ni está ni se la espera.

Más allá de los costes personales o del morbo de cafetería, este tipo de campañas socavan la viabilidad de iniciativas muy necesarias para la educación superior en España. Si dejamos que el abuso de la media-verdad por motivaciones ajenas a la institución refuerce la tendencia a fagocitar la innovación, insistiremos en el camino equivocado. Se desincentiva la exploración de modelos alternativos para afrontar nuevos retos justo cuando es más necesario. Conviene proteger a la educación superior de la lucha a garrotazos y permitir que nuestros centros punteros continúen una labor fundamental: ayudar a pensar a medio y largo plazo.

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