En la expedición El crucero negro que organizó Citroën para promocionar sus automóviles y recorrió el continente africano de norte a sur entre 1924 y 1925, los responsables de las tomas fotográficas y cinematográficas retrataron a una mujer de la etnia mangbetu del Congo que pasaría a la posteridad. El peinado de Nobosudru, de cestería, alfileres y pasadores de marfil entreverados con el pelo, causó furor. Elongaba y estilizaba la cabeza. Muy pronto, el tocado se convirtió en una marca étnica, en un icono mangbetu y por extensión de la mujer africana. Un icono empleado en múltiples diseños que proporcionaba un toque colonial: para billetes de lotería, sellos, ceniceros, joyas, obras de arte, carteles de exposiciones… La diseñadora parisiense Agnès sintetizó el pensamiento racista y eurocéntrico de la época: “He pensado que si estas negras, a menudo tan feas, se embellecen con estos atractivos peinados, qué encantadoras estarán nuestras parisinas cuando estos mismos peinados sean atenuados y adaptados a su tipo”. Incluso la bailarina Josephine Baker posó como modelo con un peinado inspirado en el famoso tocado.

Ese icono colonial ha sobrevivido y ha sido resignificado con el paso del tiempo, en un contexto de afirmación cultural e identitaria. A mediado de los ochenta, SOS Racismo lo empleó en Francia para el cartel Je suis Rousse, et alors! contra la discriminación racial. En la película de Marvel Black Panther, estrenada en 2018, Shaka, la reina madre, “es una nueva reelaboración del icono de la mujer mangbetu”, más allá de la estética, descontextualizándolo en un pastiche carnavalesco de reivindicación africanista, explican Nicolás Sánchez Durám, Hasan G. López Sanz y Carine Peltier-Caroff, comisarios de la singular exposición Nobosudru, el devenir icono de una mujer mangbetu. De la imagen visual a la materialidad de la imagen, que se inaugura este jueves en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM).

La muestra, que comparte enfoques etnográfico, antropológico, sociológico y artístico, recorre el extraordinario viaje centenario de la imagen. El icono se reprodujo falsamente como la imagen prototípica de la etnia, considerada por los europeos de la época como una de las más refinadas del África negra por sus tallas de marfil, las efímeras pinturas corporales femeninas o la elegancia de sus casas, pero, en realidad, el tocado solo era un marcador de estatus social de unas determinadas mujeres, esposas de los notables y, además, solo fue empleado durante unos 30 años, como atestiguan expediciones anteriores y posteriores. Tampoco la hierática y atractiva imagen fue espontánea e improvisada. Fue un posado, siguiendo las indicaciones de G. Specht (con ayuda de su compañero L. Poirier), que refleja las influencias culturales europeas de su autor, en concreto, de un cuadro que Gauguin.

Todo ello está presente en la exposición, “que surge de una investigación que pretende responder a la sorpresa de por qué, de las 8.000 fotografías y 27.000 metros de película de aquella expedición de Citroën, esa imagen se convirtió en un icono, consiguiendo una notoriedad aplastante y una multiplicidad de usos muy diferentes, incluso contradictorios y paradójicos, porque una obra con una dimensión colonial latente ha tenido luego apropiaciones contemporáneas como afirmación de la negritud”, señala Sánchez Durá, catedrático de Filosofía, especializado en etnográfica moderna y antropología filosófica. Esa multiplicidad de usos se exhibe hasta el 8 de diciembre a través de las cerca de 80 piezas que componen la muestra: desde el documental cinematográfico de la expedición a obras artísticas o decorativas, pasando por la reproducción en textos etnológicos o en la propaganda de productos de consumo. Los fondos proceden principalmente de museos europeos como del Musée du Quai Branly–Jacques Chirac (París) y de colecciones privadas.

La exposición trata de deslindar las expediciones científicas y etnográficas, que pasaban meses con los indígenas, con los raids por África que proliferaron en Francia el primer tercio del siglo XX, cuyo fines eran comerciales y propagandísticos aunque contaran con apoyo académico. A veces, convivían con los miembros de una tribu apenas unos días, como en el caso de El crucero negro. Todas estas consideraciones se han tenido en cuenta en el análisis de cómo se construye una imagen que deviene en icono, para lo cual se ha desarrollado “una investigación de antropología visual, de teoría pragmática de la imagen y de la historia del arte”, apunta Sánchez Durá. En este sentido, los comisarios indagan en las semejanzas de la foto de las mujeres mangbetu con el cuadro Te matete (El mercado), de 1892, uno de los primeros que pintó Gauguin en Tahití, que se hizo célebre décadas después.

Una de las joyas inspiradas en la etnica mangbetu.

“Lo relevante es que las poses y tocados de las mujeres de esta obra evocan la lateralidad de las pinturas murales egipcias, pues el cuadro de Gauguin está pintado a partir de un fresco de una tumba de la decimoctava dinastía de Tebas que se conserva en el Museo Británico de Londres, cuya reproducción llevó consigo en su viaje a Tahití”, explican los comisarios en el catálogo. En el libro sobre la expedición El crucero negro y en el documental que se proyectó con gran éxito de público en varias ciudades europeas aparecen referencias al arte egipcio en la descripción del encuentro con las mujeres mangbetu, “sentadas en su taburete de ébano, en pose hierática”. “Se puede trazar un apriorismo orientalista, típico de la época, en esa imagen, relacionado con el Egipto de los faraones, un componente superviviente que se identifica en la etnia mangbetu, sin ningún tipo de prueba ni justificación”, sostiene Sánchez Durá.

Los comisarios emplean en varia ocasiones el adjetivo sorprendente para calificar la transformación de aquella imagen en “un icono nómada utilizado en las más diversas prácticas y contextos sociales”. “A ello contribuyó, sin duda”, afirman en el catálogo, “aquella pasión por la negritud en el seno de las vanguardias artísticas, al consumo exotista popular que se dio en Europa ―fundamentalmente en Francia, dado su vasto imperio colonial africano― en el periodo de entreguerras, a la publicidad mercantil en el periodo de la propaganda colonial, a las espectaculares Exposiciones Coloniales, a la aparición progresiva de una cultura visual de masas… Sin embargo, que la imagen de Nobosudru haya traspasado el periodo colonial y que siga su itinerario, precisamente en un contexto y en un tiempo en el que cada vez con mayor intensidad abundan los análisis críticos del colonialismo, debe tener una explicación diferente al consumo de exotismo colonial vigente en el primer periodo de la expansión de esa imagen”.

Y concluyen: “Quizá una nueva forma de exotismo late en la ciudadanía multicultural —principalmente en las poblaciones afrodescendientes— de las que fueron las grandes metrópolis coloniales de antaño: una cierta actitud ambivalente que mezcla en proporciones variables tanto el rechazo de aquel periodo cuanto una cierta melancolía. Es decir, que ese rechazo se da en el ámbito paradójico de un largo duelo por la pérdida de un objeto de afecto que realmente nunca se poseyó. Todavía hoy esa imagen es para unos la expresión de un ansia, de un anhelo de autenticidad original, una posmemoria afiliativa, un arma de combate identitario o antirracista, mientras que, para otros, evoca los largos viajes de exploración en los que trabajosamente uno debía abrirse camino a través de parajes indómitos cuando el paisaje no se había convertido en algo semejante a unas pantallas entre las que el turista circula a gran velocidad”.

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