En datos, la 22ª edición del Azkena Rock Festival, que se celebró en Vitoria-Gasteiz entre el jueves 20 y el sábado 22, fue un éxito sin matices. Se batió el récord de asistentes, 50.000 entradas en el recinto entre las tres jornadas; la organización fue impecable, los artistas cumplieron con profesionalidad y el sonido fue excelente. La capital vasca se implicó como siempre lo hace, se fusionó con el festival y todo el mundo parecía sentirse en casa. Hasta el tiempo respetó el certamen. Las amenazantes nubes grises que no desaparecían no terminaron de descargar. Solo llovió de verdad un par de horas el jueves. El resto del tiempo, nublado y temperaturas entre 15 y 25 grados, como dijo un vitoriano medio en serio medio en broma: “Esto es lo que aquí llamamos verano”.

Sin embargo, musicalmente la edición de este año fue más plana que las de años anteriores. Estábamos mal acostumbrados. Patti Smith en 2022 e Iggy Pop en 2023 dieron dos conciertos espectaculares, de esos que dejan recuerdo. Pero este año no ha sido así. Los cabezas de cartel cumplieron, pero no sorprendieron. El viernes Queens Of The Stone Age estuvieron bien, sin más. La banda de Josh Homme no parecía la misma que pasó hace más de 10 años por el mismo escenario. Aquella era una apisonadora, esta tenía menos pegada y más swing, nada que objetar si no fuera porque era difícil no compararlo y no salía ganado. No se había visto tanto público junto en el Azkena como esa noche, en parte porque mucha gente había venido a ver a Arde Bogotá, omnipresente grupo de Cartagena que fue incluido, no sin cierta polémica, en el cartel de este año.

Los habituales del festival se toman muy en serio quién viene cada año y argumentaban que el pop con guitarras del grupo no es lo que espera del Azkena. No les falta razón, son buenos músicos, eso es indiscutible, pero su sonido, heredero directo del estilo teatral y engolado del primer Bunbury, no convenció a los escépticos. Es cierto, atrajeron un público nuevo, más joven. Si eso es lo que se quería, se logró. Ese melón, el de la edad media, cada vez mayor, de los asistentes al Azkena habrá que abrirlo en algún momento. L7, el cuarteto femenino de Los Ángeles, que despegó en los años del grunge, suenan tan clásicas que por momentos parecían The Runaways. La joven promesa española La Perra Blanco estuvo estupenda. Redd Kross, veteranos del power pop, se divirtieron mucho, casi más que el público. Fue una jornada entretenida pero no memorable.

El sábado la tónica fue la misma. Muchas cosas, bien. Ninguna colosal. En el escenario principal no pasó gran cosa. Band of Horses son tan sosos que no hay forma de emocionarse con ellos. El pop rock de Sheryl Crow, estrella de la noche, es tan adulto, tan pulido, tan falto de aristas que ni molesta ni impresiona. Fue curioso el contraste con el concierto de Mavis Staples, dama de 84 años de inconmensurable talento. Su directo, posiblemente lo mejor del festival de este año, fue todo belleza y sabiduría. A veces tenía que sentarse, porque a su edad las fuerzas son escasas, pero tanto ella como su banda dieron una lección de belleza y elegancia. A pocos metros, la reunión de The Pleasure Fuckers, el grupo del fallecido Kike Turmix, que se ha vuelto a juntar casi dos décadas después de su muerte, sonó también increíble. Uno recordaba un grupo barullero y desordenado, pero esta reencarnación con Scott Deluxe Drake de vocalista fue una fabulosa máquina de punk rock.

Si alguien se hubiera querido llevar una impresión de qué es el rock en 2024 basándose en los grupos del festival, hubiera llegado a la conclusión de que los más jóvenes hacen hard rock psicodélico, como los australianos Psychedelic Porn Crumpets, una especie de versión más dura de Tame Impala o los estadounidenses All Them Witches, los tapados de esta edición. Los de Nashville son psicodélicos, marciales e hipnóticos en sus mejores momentos. A veces evocan a los Pink Floyd de los setenta, otras recuerdan a unos The Doors extremos, en alguna ocasión pareció que se les podría comparar con los Swans, pero no llegan a la dureza real y furiosa de la banda de Michael Gira. Al menos nos fuimos a casa con un delicioso zumbidito en los oídos, señal de que algo había pasado. Cuando el rock no llega al corazón, lo mínimo es que te arree físicamente.

La sensación global del festival de este año es que ha sido un certamen de carril. Una edición que no entrará entre las grandes. Alguna vez tenía que pasar. La mayoría de los asistentes somos tan fieles que a estas alturas ni nos planteamos no volver el año que viene. Por si acaso.

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